Lidiando con las guerras desatadas en el propio cuerpo

Natalia Grisales y Yurany Castellanos Almanaque Agroecológico Gran Sumapaz

Somos hijos de la lucha agraria, defendemos nuestro territorio con orgullo (Mural en San Juan de Sumapaz)

Eran los años 70, yo subía y bajaba montañas, adolorida, los pies no me daban más. Callos, juanetes, ronchas, raspaduras, mis pies estaban destrozados, me dolían, me dolían. Pisaba una piedrita pequeña y la quemazón subía; los tobillos ni me cabían, se sentían puntudos; quería mandar esas botas de caucho lejos. Andar era muy verraco con esas botas, ya estaban todas remendadas y por más que se lo pidiera mi papá no me compraba otras porque no quería, porque prefería gastarse la plata en trago. Mi mamá no decía nada. Todos estábamos parejitos: con botas remendadas, con hambre, con el cuero descubierto y duro del frío, con unas ganas intensas de llorar. 

Como las guerras que se desataron en el páramo, yo viví mis propias guerras. A las 4 de la mañana levantarse, ponerse las puercas botas, los pedacitos de chiros y salir a echar azadón en el cultivo de papa y arriar las mulas con la leña, la madera y el carbón que se sacaba de las entrañas del páramo para ir a venderlos en la ciudad; si quedaba tiempo, tocaba ayudarle a mi mamá en la cocina y las labores de la casa porque tenerle comida a diez hijos y a un marido era cosa dura. Pero y todo eso ¿pa´qué? Pa´que mi papá se fuera pa´l pueblo a tomar a costa del trabajo de mis cuatro hermanas, mis seis hermanos, mi mamá y el mío. El dolor subía por los pies hasta invadir el cuerpo entero cuando llegaba de tomar… ¡Mejor ni hablar… Mejor ni hablar!

La resignación nos acompañaba desde el vientre de mi mamá. Ella se juntó con mi papá porque mi abuelo la obligó. Mi papá era todo un hombre hecho y derecho que hacía todo lo que se esperaba de un varón: trabajar y tomar. La condenó. El papá más cruel de por aquí tal vez fue mi papá. Él fue un hombre forjado en la guerra, forjado bajo el hambre y la angustia del combate de las luchas agrarias que campesinos y campesinas dieron en estas tierras. Pero la guerra le había quedado en el corazón y le nublaba la conciencia y decidió desatar su propia guerra contra las mujeres que lo acompañaban, contra su propia sangre.

Un día me fui, me fui con una de mis hermanas cuando mi papá se enteró que ella había quedado embarazada… ¡Mejor ni hablar… Mejor ni hablar…! Saqué a mi hermana y nos fuimos para la ciudad, una ciudad inmensa que yo no lograba comprender, una selva gigante llena de gente; la única selva que cabía en mi pensamiento era mi páramo de Sumapaz. Tuve suerte. Empecé a trabajar en una casa de familia y ahí tuve la posibilidad única de terminar el colegio, de recibir un pago por mi trabajo, y de estrenar zapatos, entonces decidí darle también un poco de esa felicidad a mis hermanas y hermanos que se quedaron: les mandaba mercadito para que no les faltara nada.

No logré resistir mucho la ciudad, prefería que me dieran rejo a tenerme que acostumbrar a vivir ahí, además mi mamá estaba enferma de tanta mala vida y quería regresar a verla, a cuidar de ella; pero había olvidado que volver era también volver a mi papá… ¡Mejor ni hablar… Mejor ni hablar! Al poco tiempo huí de nuevo, volví a la ciudad, empecé a trabajar como vigilante y a forjar la vida militante que ya llevaba en la sangre, en la tradición de lucha de mi páramo.

El dolor pasó de los pies y el cuerpo al corazón cuando conocí al que sería el padre de mis hijos, mi segunda guerra. Entre amamantar y trabajar busqué el modo de encender mi espíritu militante al ser parte de los procesos políticos que marcaron la historia de Colombia en los años 80, pero la fuerza de él, de sus golpes sobre mi cuerpo y de sus palabras me obligaron a huir. Él me recordaba una vida que ya conocía y que bien marcada me había quedado en el cuerpo, así que un día cualquiera me cargué los niños en las costillas y me devolví para mi páramo, ahí no nos moriríamos de hambre, el trabajo de la tierra había sido mi cómplice desde muy chiquita. 

Huir al Sumapaz fue como deshacerme de aquellas botas de caucho de la infancia, fue como quedarme descalza y dejar que la tierra me curara el andar, que tan maltrecho lo tenía. La fuerza para lograrlo la heredé del páramo, él me hizo indoblegable. Así entonces, volví al cultivo, al azadón, y mis hijos fueron los testigos de mis penas mientras me observaban trabajar desde cualquier tajito donde los dejaba sentados. Pero ese hombre, ese terrible hombre me persiguió hasta el páramo porque se negaba a que lo dejara. Me vi de nuevo bajo el yugo de una violencia que ya conocía muy bien… ¡Mejor ni hablar… Mejor ni hablar! 

Como el trabajo era tan duro en los cultivos, me embarqué en montar un negocito en el pueblo. Todos los días me tocaba caminar dos a tres horas desde mi finca hasta allá y en la devuelta los pies no me daban un día más, las largas caminatas me dejaban agotada y las fuerzas mermaban en medio de tanta dificultad, así que al poco tiempo decidí irme a vivir al pueblo con toda mi familia. Los problemas se atizaron: los celos e inseguridades de este hombre le cegaban la mente, la vida se me hizo más cruel… ¡Mejor ni hablar… Mejor ni hablar! Tuve que alejar a mis hijos, los mandé a la ciudad al cuidado de familiares para yo poder lidiar con los dolores de esta guerra en casa. Cambié de trabajo y me fui de aseadora a una empresa, ahí mismo en el pueblo, y allí por primera vez me di cuenta de que lo que había pasado durante toda mi vida, esos caminos agrestes que me obligaron a andar con esas botas que tanto me maltrataban el caminar, también lo habían vivido otras mujeres; me di cuenta de que a muchas de nosotras nos obligaron a andar de formas tan crueles solo por ser mujeres.

Volví a encontrarme y a sacar la fuerza interna que me ayudó a sobrevivir todo este tiempo, decidí soltar todo, dejar a este hombre de nuevo y tomar en solitario las riendas de mi vida.

La decisión no fue fácil, no por mí sino por él, no quería que lo abandonara, pero con el tiempo aceptó y nunca más lo volví a ver. En medio de la pobreza en la que quedé, con lo único que logré arrebatarle, la cama-cuna de uno de mis hijos, y con el pobre empleo que tenía de aseadora levanté mi primera casa, la hice yo misma, ladrillo a ladrillo, construí el refugio para mis hijos. Después de siete años los recuperé, volvieron a vivir conmigo en el hogar que en medio de tanta hambre, frío, y sobre todo dignidad, pude construirles. 

Las guerras que me había tocado enfrentar y que otras como yo seguían enfrentando se daban en medio de una guerra mayor. El conflicto armado en mi páramo se intensificó, los muertos eran muchos, los enfrentamientos, el miedo, las amenazas y el hostigamiento a nosotros por haber nacido campesinos y campesinas en el Sumapaz estaban a la orden del día. Cuántas veces tuve que ayudar a recuperar cuerpos heridos y muertos en medio del páramo, cuántas veces vi a mi gente huir y morirse en medio de esta guerra, cuántas veces tuve miedo de morir también en esa otra guerra. 

Mientras tanto, en mi batalla por la supervivencia y por sacar adelante mis hijos retomé mi negocito y renuncié al trabajo de aseadora; comencé a estabilizarme económicamente y mi familia fue superando años y años de pobreza. En este tiempo conocí al padre de mi último hijo, quien hasta ahora me acompaña; con él nos involucramos en la actividad política, retomé mi gusto por ella, me encanta la acción y desde lo que sé hacer contribuyo a la lucha por la dignidad de mi pueblo campesino.

 

Yo detuve esa historia de violencia que me marcó el andar desde pequeñita cuando decidí dejar esas botas que me lastimaban y fui en busca de otra vida. Cambié mi historia y la de mis hijos, les enseñé a amar, a amarse más a sí mismos, a no doblegarse ante otras personas ni ante el Sistema; les enseñé la nobleza, la nobleza de la solidaridad, la nobleza de mis antepasados que lucharon por su pueblo en medio de tanto aislamiento y abandono; les enseñé a continuar la lucha del campesinado sumapaceño y les di todo lo que yo nunca tuve, lo que por ser mujer me fue negado: estudio, pues terminaron su bachillerato y hasta lograron tener una profesión. Pude reconocer en mí una parte de mi papá, una parte que las mujeres de mi familia vivimos en su forma más negativa, pero que yo transformé en lo mejor de mí: su solidaridad, su verraquera, su voluntad de salir adelante y, sobre todo, un carácter fuerte que me ha permitido resistir las guerras desatadas en mi propio cuerpo y en mi páramo, un talante que me da garbo para hablar, para responder, para huir, para cuidarme, para enfrentar y para parar. Esto también se lo enseñé a mis hijos, les enseñé a tener poder sobre sí mismos, a tomar sus propias decisiones y a no depender de nadie.

Las guerras desatadas sobre mi cuerpo y la guerra de la que fui testigo en estas alturas del páramo de Sumapaz no solamente me impulsaron a sembrar los mejores valores en mis hijos, también instaló en mí una profunda empatía por los otros y las otras, un dolor profundo por quienes sienten hambre, sufren o pasan calamidades porque yo he estado en sus zapatos. Ellos también aprendieron esta empatía y por eso ellos no toleran las injusticias ni el sufrimiento de nuestro pueblo. 

La historia con ellos no siguió siendo la misma. De una vez por todas yo me hice cargo de aquellas botas que me obligaron a usar, que me impusieron, aquellas botas que me magullaban, que me entorpecían el caminar, que hacían arder mis pies intensamente, que me herían, que me detenían el paso. Acabé con el mundo machista que atravesó mi vida y me deshice de semejante tortura para ser libre, para caminar libre y hacer de los pasos de mis hijos pasos de fuerza y libertad, para surcar las montañas de mi páramo de Sumapaz siendo yo y dejándoles ser, para andar con entereza y dignidad y hacer que otras mujeres también puedan deshacerse de esas botas que las lastiman.

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