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La huerta como filosofía de vida

Claudia Villa Roa Almanaque Agroecológico Nazareth

El huerto me ha mostrado por qué trabajaban el campo mis abuelos

Nací en una ciudad grande, Bogotá; gran parte de mi vida estuvo rodeada de cemento y, a excepción de los prados de la “Nacho’’ (Universidad Nacional), no tenía otro contacto con el verde; pero una semilla, quizá el gen de mis abuelos campesinos, se albergaba en alguna arruga de mi ser. Por azares del destino llegué a un nuevo país, Italia; viví por algunos afijos en Roma, en donde empecé a descubrir una nueva relación con los alimentos. 

Todo gira alrededor de la comida. Se puede decir que el comer, esa columna vertebral, es la que une a la familia y a los amigos. Se habla de recetas, de qué región tiene el mejor producto… No es extraño ver en los balcones (acá casi todos los apartamentos los tienen) alguna planta, desde un pequeño árbol de limón, hasta huertos llenos de fresas y de hierbas aromáticas. Después ocurrió un cambio radical: una semilla empieza a crecer en mi panza y así, hinchada de vida, llegué a Sicilia, donde inicia esta historia…

Vivir a las faldas del volcán activo más grande de Europa, el Etna, tiene algunas ventajas: es una tierra fértil y bondadosa. En esta nueva casa hay un jardín grande, algunos árboles frutales, ciruelas, brevas, cerezas y, sobre todo, naranjas y limones, que son los que representan este territorio. Entonces… ¡manos a la obra! Creía que iba a ser fácil. Sembrar maticas no parecía tan complicado: abrir la tierra, meter las semillas y esperar; pero no era así. 

Después de cometer no pocos errores, como regar con mucha agua, creyendo que era mejor o echar el abono muy cerca de las plantas, con Io que conseguía que al otro día estuvieran medio muertas, me di cuenta de que la única alternativa era contar con la ayuda de personas que tuvieran la experiencia y conocieran este trabajo. Hablar con los viejos, que en medio de sus historias nos regalan su sabiduría; escuchar a los campesinos y observar con atención para permitir que la naturaleza misma enseña el camino. 

Empecé a aprender que hay que preparar la tierra, limpiarla, abrirla, con- sentirla; que hay un tiempo ideal para cada vegetal; que se debe tener en cuenta la dirección de los surcos para que el sol abrace todo el día de una manera regular a las plantas. Acá, el huerto está ligado a las estaciones: al final del otoño se debe iniciar la preparación del terreno, utilizar abonos biológicos, como el compost (resultado de la descomposición de restos orgánicos), el estiércol o la ceniza, que es una buena opción para darle a la tierra nutrientes, si se quiere que sea lo suficientemente fértil. En el invierno se pueden cultivar verduras que resisten las bajas temperaturas, como las lechugas, las coliflores, las espinacas y el brócoli; además, se pueden ir preparando las semillas que se van a plantar en la primavera, y recoger naranjas, limones y mandarinas.

Al inicio de abril, se pueden plantar tomates, berenjenas, pimentones, habichuelas y frijoles; los calabacines y el apio también se desarrollarán bien en este periodo. Descubrí, entonces, que hay tantas otras cosas por aprender: a tener tanta paciencia como sea necesaria para quitar las malas hierbas; que poner paja alrededor de las matas puede ayudar a mantener húmedo el terreno y evitar la aparición de plagas; que hay plantas que se protegen unas a las otras, que a algunas les gusta escalar y a otras andar por el suelo. Al llegar el verano, ya se empiezan a ver los frutos de nuestro esfuerzo: se recogen las “primicias” (acá Hamadas así), que son las primeras hortalizas de nuestro huerto. jQué fiesta es comer una ensalada con una lechuga recién recogida!, ¡Qué placer saborear un fruto maduro debajo del árbol que nos lo regalo!

Y bien, después de este pequeño paseo por el huerto, vienen las reflexiones: ipara qué hacer este trabajo?, ¿qué cosas me ha dejado? Mencionaré solamente algunas de las más importantes para mí: cultivar, respetando los ritmos de la naturaleza, aprendiendo a usar sus sutiles equilibrios, sin utilizar sustancias nocivas, nos ayuda a garantizar una mejor alimentación, ya que los productos recién extraídos, como frutas o verduras, tienen más propiedades, además de un mejor sabor y un maravilloso olor.

Hablaré, ahora, de algo que se podría casi definir como un tipo de filosofía, una manera de pensar: la alimentación a “kilómetro cero”, que es una práctica con la que se busca que los productores y los consumidores estén lo más cerca posible. Esta es una tendencia de carácter ecológico, ya que el transporte internacional de productos tiene un gran impacto ambiental: la contaminación por las emisiones de gases de efecto invernadero causantes del cambio climático, la generación de residuos producto del embalaje, el desperdicio de alimentos o la introducción de especies a otros lugares que terminan siendo “invasoras”. Al acortar las distancias, la huella ecológica en los productos de “kilómetro cero” es muchísimo menor. Asimismo, el apoyo a la producción local supone la defensa de la biodiversidad doméstica puesta en peligro, pues procura la supervivencia de las especies autóctonas. Hay que mencionar, además, que el paso de un producto por diversos intermediarios incrementa notablemente su costo.

Algunas veces, esta sociedad del afán y del consumismo nos hace olvidar tantas cosas… Nunca nos preguntamos de dónde viene lo que comemos, no conocemos los procesos, los niños no tienen la posibilidad de ver las plantas, los árboles; ponemos el aceite de oliva en nuestros platos, pero, ¿cuántos conocen un árbol de aceitunas? Reconocer estas trasformaciones no hacen volver a ser parte del ciclo vital de la tierra, nos ayuda a cambiar nuestra mentalidad depredadora por valores como la reciprocidad y el respeto por el medio ambiente.

Como el trabajo de un huerto, generalmente, no es para una sola persona, es en la posibilidad de compartir donde se encuentra la mayor satisfacción: ofrecer nuestros frutos a la familia y a los amigos, hacer intercambios de productos, se convierten en formas de socializar, de crear lazos, de brindar afecto. Un huerto es una manera de crecer, de educar; es la alegría de ver a mi hijo que camina por el campo reconociendo tantas plantas, sus olores, sus formas; es una manera de relacionamos con el mundo, con la historia; es una manera de plantear una nueva antropología del consumo; es un estilo de vida que trasciende lo individual, pues adquiere una dimensión colectiva. 

El huerto me ha mostrado por qué trabajaban el campo mis abuelos y me ha dado un poco de nostalgia, al pensar que el campesino colombiano está desapareciendo. A veces quisiera retomar a mi país para disfrutar de todas sus riquezas, de sus infinitas posibilidades, pero, como una planta que crece en un suelo nuevo, buscaré que los recuerdos de mi tierra florezcan en Italia, como un pedacito de Colombia en mi jardín.

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