La vida de un pueblo grabada en la memoria de un hombre

Yamile Mora Wilches Almanaque Agroecológico Nazareth

Rudencindo Wilches es acogedor y, a la vez, errante, como el calor del sol y el frio de las montañas.

Rudencindo Wilches es acogedor y, a la vez, errante, como el calor del sol y el frío de las montañas. Es un hombre de baja estatura, tez blanca, mirada premonitoria y voz firme. Nació el 24 de diciembre de 1933, en Nuevo Colón, Boyacá, pueblo colonial ubicado a 137 km de Bogotá. Su joven e inocente madre Esclavación Wilches, era campesina y empleada de la familia Jiménez, habitantes adinerados de este pueblo boyacense. 

Entre demandas y juicios al padre de su hijo, obtuvo su tenencia, por ser madre soltera. Sin embargo, tuvo que continuar laborando como empleada doméstica, esta vez en otros lugares, y el cuidado de su hijo lo asumió su madre Magdalena Molina.

En una infancia marcada por el trabajo y la abnegación, mezcla de escasez y magnanimidad, Rudecindo cuenta con sus propias palabras que a la edad de 5 años hacía mandados: “me pagaban un centavo por cargar trigo de las 8 o 9 de la mañana, hasta las 7 de la noche”, y también arreaba ganado hasta el casorio de San Luis de Gaceno, tareas que tomaban hasta doce horas trabajo. Con lo devengado compraba al final de semana jabón, panela, harina, cuchuco, espermas, hacia un “joto”, lo amarraba con fique, con la “chilaba” de ruana, y lo llevaba para la casa para el sustento de “mama Magdalena”. 

Su vida e ingenio para sobrevivir animó la idea de buscar nuevos horizontes. En la mente de Rudencindo se iluminaron sueños de un futuro mejor. 

Antes del amanecer de un día abrazado por el sol, y a pie pelao, la familia marcha a tierras orientales. En el viaje junto con una decena de campesinos, llevan sus pertenencias, perros, cerdos, gallinas y hasta el gato de la suerte. 

Estos imperiosos inmigrantes, que atravesaron el frío y las intensas lluvias del páramo de Sumapaz, parecen no temer a las inclemencias ambientales. 

De llegada al hermoso paraje, en la lucha por sobrevivir en el día a día, en la vereda Las Sopas, el frío abrasador intensifica la claridad de un paisaje imponente de montañas, que guardan sus secretos en el río y se juntan para proteger sus riquezas. Rudecindo llega y encuentra hogar, y parece no cansarse de amarrar becerros, cargar tercios de leña, más grandes que él, o de llevar razones sobre personas enfermas, todo para obtener lo básico para la comida.

El significado de las primeras letras le ayuda a descubrir el amor y la familia. En su adolescencia, por su actitud curiosa y el estar cerca de las conversaciones de los adultos, más allá de los quehaceres del campo, aprende la mística de las comunidades de colonos. Con la llegada de la primera edición del periódico Claridad, aprende a leer solo, ya adulto. A partir de este momento, se transforma en un ávido lector que devoraba cuanto escrito cae en sus manos. La lectura de periódicos de izquierda como la Voz Proletaria despierta en el gran curiosidad y asombro. Las noticias de asesinatos y tragedias, aunque nunca se le vea desanimado, las explica Rudecindo con seriedad, y les imprime la emoción de un niño al encontrar algo aterrador. 

La lectura juiciosa y la oralidad le confirman el recuerdo de diferentes sucesos de un pueblo que ha luchado por más de 50 años por la soberanía de sus parcelas.

En un ambiente hostil y sanguinario, marcado por la lucha por la tierra, Rudecindo se vio envuelto en un torbellino de conflictos y luchas agrarias, libradas en los años 40 y 50 en el oriente del Tolima y Cundinamarca, las cuales cobraron la vida de varios colonos, entre ellos, Isidro Mora, su gran amigo y vecino. Aprende entonces de los líderes agrarios de la época al colarse en las conversaciones y poner sumo cuidado a las estrategias planteadas por ellos. Es así como llega a ser un hombre que sabe escuchar y analizar con detenimiento los acontecimientos que afectan a la comunidad. 

En 1955 conoce a su esposa Clementina Muñoz, joven dedicada al trabajo de la casa y el campo, y con ella tienen cinco hijos. Y viajan juntos, atemorizados ante los vientos de guerra, hasta una vereda llamada El Hato, donde eluden las muertes sangrientas de las que muchas familias colonas eran víctimas. Después de dos años, deciden regresar a su tierra, en la vereda Las Sopas, Sumapaz. Allí reinician su vida y el trabajo de su parcela, hasta que deciden comprar la finca que hoy poseen, limitada por el río y la cuchilla de Las Caquezas.

La escuela primaria de la vereda, tal vez la más fría y distante de los rincones del campo colombiano, dio la bienvenida a su primogénita Edilma. Por eso estuvo atento a su funcionamiento. Esta construcción de adobe, que cuenta la historia de todas las familias que anhelaban educar a sus hijos, inicialmente constaba de un salón para clases y una cocina. La docente Maria Eulogia, todas las mañanas escudriñaba con la mirada a cada niño que se presentaba a clases. Su mirada y su palabra firme generaban en los niños miedo a leer y a escribir, porque sentían que lo hacían incorrectamente.

El frío de la montaña Los Caquezas carcome los huesos, mientras las lluvias llenan los ríos y quebradas, hasta impedir el paso de los viajeros. A los valles de Sumapaz, de intensos colores verdes y cafés, llegaron los cultivos de avena, sorgo y trigo, como forma de explotar la frontera agrícola recién ganada por los colonos con sus manos y su sudor, aunque, al final, el destino haya marcado a este pueblo con la “esclavitud”.

Los caminos reales aún ocultan las huellas de los viajeros descalzos y de la partida de mulas, tiempos en que la importancia del viaje trascendía los límites del padecimiento. Cada campesino llevaba en cada viaje una misión: desde el abastecimiento con las provisiones mensuales del hogar hasta el medicamento que salvaría la vida de algún enfermo. Y como los caminos siempre han demandado arreglo, los campesinos organizaban jornadas de trabajo colectivo, además que las quebradas y ríos exigían la instalación de cables y poleas que permitieran el paso de las personas.

La vida política de Rudencindo inicia cuando, de adulto, recibe la invitación personal de hacer parte del Partido Comunista Colombiano. Por primera vez en su vida siente que hace parte de la organización que orientara los caminos de su vida. La política se le convierte en la pasión que se antepone a todas sus ambiciones. Dentro de esta organización se destaca como un líder recio, que abandera los derechos del campesinado. Símbolo de esta época de su vida es su caballo Rocillo, siempre presto al amanecer para transportarlo a la vieja casucha de adobe que presenciaba las beligerantes y concurridas asambleas partidarias. Aún hoy, a sus 82 años, y aunque sus hijos y nietos ya no estén estudiando en la escuela, ha librado iniciativas para su reapertura o para el mantenimiento de los caminos y las carreteras de acceso a parajes distantes.

Rudecindo ha sido el “tinterillo” firme e incansable de esta región. Y su más grande legado para sus hijos y nietos se inscribe en su vida de luchas y defensa de “la permanencia de los campesinos en condiciones dignas y en paz en su territorio”, sin que haya desistido jamás. Las riquezas materiales no son el motivo de su felicidad, pues para él “el conocimiento es la fuente de la sabiduría”. Hoy el abuelo no tiene riquezas materiales acumuladas, pero si posee, un cúmulo de experiencia que comparte con quien se lo pida.

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