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Curubital, un río que ordena el paisaje de páramos y bosques de alta montaña en Usme

Lina María Cortés Gutiérrez Almanaque Agroecológico Arrayanes - Curubital

Los campesinos de estas veredas, ex¬presan su compromiso con el pára¬mo, al declarar que desde hace tres décadas son guardianes del agua, pues han dejado de quemar y sem¬brar en este prodigioso ecosistema

El agua es el elemento vital para el desarrollo de la humanidad. Se origina en los páramos, gracias al equilibrio entre las características de los suelos, las bajas temperaturas, gran nubosidad, lluvia constante, poca evaporación y una vegetación de frailejones (Espeletia spp. y Espeletiopsis spp., principalmente), cardosanto (Puya spp.), paja de páramo (Calamagrostis effusa), quiches (Tillandsia spp.), musgos y líquenes, con capacidad de regular y conservar el agua en las lagunas, los ríos y las quebradas que nacen allí.

En Bogotá existen dos grandes macizos que sostienen los páramos más importantes del mundo: Chingaza y Sumapaz, ubicados en los extremos norte y sur de la Cordillera Oriental. 

Este último páramo se conecta con la sabana a través del valle del río Tunjuelo, el más extenso que atraviesa la ciudad y que tiene su origen en el páramo de Bocagrande al Sur Oriente de la localidad de Usme. Usme fue un antiguo pueblo indígena cultivador de maíz, papa y quinua, que consideraba el páramo como espacio sagrado, allí los indígenas solían hacer peregrinaciones para venerar a sus deidades, entre ellas la diosa del agua: Bachué o Huitaca.

El páramo de Bocagrande, majestuoso paisaje dibujado en las cumbres de las afiladas y empinada cordilleras glaciales, alberga catorce lagunas y un sinnúmero de colchones de musgos y líquenes que van escurriendo y surcando con sus hilos de agua valles de frailejones hasta formar el río Curubital, cuya microcuenca tiene 193,2 hectáreas. 

Este generoso río, junto al Mugroso y al Chisacá, conforman la cuenca alta del río Tunjuelo. En donde el límite urbano se ha desvanecido en el rural y la ruana se convierte en el atuendo que todos queremos tener para protegernos del frío y la lluvia.

La microcuenca del río Mugroso o Lechoso se divisa al sur, próximo a la cuchilla de La Calavera, pero nace al oriente en las lagunas La Garza y El Amarillo donde se en cuentran ubicadas las veredas Unión y Andes. Los caudales del Curubital y el Mugroso, abastecen el embalse La Regadera, primer acueducto de Bogotá, inaugurado en 1938. La del río Chisacá, se desprende a los pies del cerro de Los Tunjos, al norte del páramo de Sumapaz, y abre camino a las veredas Margaritas y Chisacá. 

Este río deposita sus aguas en el embalse que lleva el mismo nombre del río, también conocido como El Hato, a pocos kilómetros de La Regadera en funcionamiento desde 1951.

A este territorio de la zona rural de Usme situado a 3.140 metros de altitud sobre el nivel del mar, llegaron hace más de 80 años las familias Pulido, Ortíz, Gallo, Naranjo, Cortés y Avendaño. Posteriormente arribaron los Peñaloza, quienes paulatinamente fueron poblando la zona hasta conformar las más de 180 familias que hoy habitan las veredas de Arrayanes y Curubital.

La microcuenca del río Curubital limita al Oriente con el municipio de Une, al sur se conecta con el páramo de Sumapaz, al Occidente limita con predios del Acueducto de Bogotá, y al norte con predios del Batallón Militar. Esta reserva de agua, declarada Santuario de Flora y Fauna del Distrito de Bogotá, se constituye en un espacio geoestratégico por la conexión con el oriente colombiano hasta el Cocuy, en fronteras venezolanas.

Doña Georgina Ramírez Gutiérrez, madre de Los Pulido y habitante antigua de esta región, recuerda con nostalgia que a sus cinco años de vida en el páramo de Jamaica, “al otro lado del río Curubital, no veía vecinos por ahí, sólo se escuchaba el chillido de las ranitas y el trinar de las caicas y aguardienteros”.

Este paisaje de páramo y alta montaña también ha sido trazado por el movimiento poblacional y la producción de papa, leche y carne que desde el siglo XVIII, a través del sistema económico de hacienda, estableció una forma de intercambio de recursos: “tierra por trabajo”. 

El colono, denominación que se le daba al campesino que llegaba de otros lados huyendo de la violencia, pagaba la renta al hacendado aceptando una obligación en trabajo.

Don Bernardo Peñaloza, colono que llegó a estas tierras desde San Juan de Sumapaz en 1955, nos explica que la obligación consistía en que por la estancia en la tierra y hacer enramada para vivir con la familia tocaba pagar con trabajo. “Éramos más o menos 12 obreros que debíamos sembrar papa, las mujeres debían cocinar, los más jóvenes ‘echar barra’ para hacer los caminos de herradura y bajar ganado bravo del páramo. Para estos tiempos de violencia las mujeres, además de cocinar y llevar el fiambre a los obreros, escondían las cartas, bien envueltas en las vasijas de barro con la comida, que les mandaban a los liberales o conservadores que trabajaban allí”.

La hacienda El Hato fue la principal estancia de este sector que producía papa para la capital. Expropiada en 1861 a la orden religiosa de los jesuitas, pasó a ser propiedad de los González y, posteriormente, parece la de los campesinos desplazados. Desde finales del siglo XIX hasta 1940 esta hacienda producía 22.000 cargas anuales y destinaba 6.903 de sus 12.550 fanegadas de área total al tubérculo.

Doña Georgina, a sus 87 años con su mirada cansada y sus manos ajadas de cultivar, recuerda que “me tocaba trabajar al azadón, como cualquier hombre, sembraba mera papa, por que no se daba nada más. Era con bueyes y ahoyado, había tocarreña, pero era una tocarreña parda y una lisaraza parda y colorada, también había una tocana, ya le digo que esa era una tocana rosada, que ya no se da. Cocinaba para los peones, hacía cuajada para tener mi mercado y tenía mis ovejas”.

Doña Georgina se casó a los 15 años con don Honorio Pulido, tuvieron 12 hijos, en el Candado, arriba en el páramo. Eso era como “una gallina con la manada de pollitos, una chorrera de pollos que traía yo a misa. Me echaba la ropa al hombro para restregarla en la quebrada, de tanta ropa de esas criaturas se me iba el cuerito. Los padrinos de todos los niños fueron los compadres Antonio Echavarría y Julia Beltrán. Todos mis hijos están regaditos… Jairo, Honorio, Iván, Fabio, Germán... Elvira, aquí por la orilla del río Hilda que es mi otra hija, la esposa de Virgilio Beltrán.”

El río es testigo de la única hacienda que continúa en estas tierras y conserva su estructura espacial: La Micania, con 543 fanegadas, la adquirió don Jorge Micán, en los años 60, de ahí su nombre. La gente habla de él como un gran líder porque trajo la luz, construyó las carreteras y era un patrón organizado, que cultivaba directamente la papa, tenía buen ganado y daba empleo a los habitantes de la región. Aún don Fulgencio Mondragón y don Henry Núñez, administradores de la hacienda, lo recuerdan con gran admiración. La esposa del actual propietario de la hacienda, doña Claudia Castellanos, explica cómo, a pesar de todos los avalares, continúan la producción de leche y el arriendo de la tierra para producción de papa como principales actividades, respetando el páramo, es así como en la parte más alta de la hacienda se comprometieron a no cultivar y por el contrario a sembrar árboles nativos.

El río ordenador de este paisaje divide las veredas de Curubital y Arrayanes en dos grandes franjas. 

En cada una de ellas funciona una escuela primaria que es el lugar de reunión de la comunidad. Don José, hijo de don Bernardo Peñaloza, estudió hasta primero de primaria en la vieja escuela de Curubital, al igual que los Pulido y recuerda que “en 1964 se construyeron el local (la es cuela), la carretera y el puente, y se creó la Junta de Acción Comunal”. 

Recuerda que su padre participó en la construcción de todas estas obras y fue tesorero de la junta durante siete años. “Se cortaban los palos, maderas derechitas, los mejores árboles eran el susca, chusque, encendió, jaque, clavo… pero la mejor madera para construir era el pino blanco y pino negro. Para hacer la mezcla, se cavaban unos hoyos bien hondos y grandes, se picaba la tierra y se le echaba yunta hasta que estuviera el barro para embarrar las paredes, se hacía una masa de tierra con cagajón de bestia, arena y paja… pa’ blanquear las paredes, se echaba cal y guinche”.

Frente a la finca de don Bernardo sobrevive el único eucalipto, de los 150 que trajo de Bogotá y sembró hace 50 años al borde del camino. Para esa época de construcciones señala que ‘todos eran compadres’. “Algunos vendieron ganado, otros colaboraron con mano de obra y don Antonio Echeverry donó el lote para la escuela. Pagábamos el buldócer por horas y todos celebramos cuando subió el primer carro en 1966, que era de don Raúl Cárdenas, llegó con cerveza, hubo pólvora y baile”. También en este período se inauguró la escuela y la Junta de Acción Comunal de Arrayanes, constituida el 30 de diciembre de 1974 y presidida en la actualidad por Vladimir Pulido, un joven líder reconocido por el entusiasmo que le pone a los nuevos proyectos de comercialización.

El río también los une. Es el lugar de encuentro y diversión. Lavar la ropa “en el río era todo un paseo en el Curubital”, cuenta doña Alicia Espinosa, mujer emprendedora y optimista de esta región. “Nos íbamos con mi amiga Hilda Lancheros, ella tenía 7 hijos y con todos los chinos, los bañaba desde las diez de la mañana una vez a la semana, conseguimos un burro para cargar la ropa, prendíamos una hoguera llevaba unas papas, sardinas y los chinos cocinaban, cantaban, jugaban llegábamos en la tarde con la ropa limpia y los chinos ya juagados con jabón rey”.

A partir del año 2005, la vereda de Curubital cuenta con el servicio de acueducto que aprovecha el agua de las quebradas Villahonda y Salitre. De esta época data también Aso-Cristalina, la asociación encargada de administrarlo. Aunque la gente goza de servicio de acueducto, cada casa cuenta con una manguera que le permite a los habitantes traer el agua de los nacederos naturales, de donde antes sacaban para comer y ahora usan para dar de tomar a las bestias, lavar la casa y la ropa. ‘La tratada’, cómo le dicen al agua del acueducto, se deja sólo para consumo, por eso don José Peñaloza se siente orgulloso de decir que sólo ha gastado 39 metros cúbicos de agua a un costo de 4 mil pesos mensuales, desde que llegó el acueducto hace diez años.

En Arrayanes el acueducto empezó, mucho después, “aquí no faltaba el agua. Cada finca tenía su agua”, cuenta doña Alicia. “Realmente el agua del acueducto no sirve mucho por el mantenimiento que le hacen a los tanques, creo que el que más sirve es el de Olarte, el de acá sí es bueno pero hay que pagar”. En el año 2006, se formó una asociación que se llama ‘Acueducto de Arrayanes-Argentina’. Doña Alicia recuerda cuando “el agua se traía del Aljibe y se cargaba en vasijas. No había baños, eran letrinas. Teníamos una alberca grande, llegaba el agua y era una belleza, era de los nacederos de la finca. En tiempo de verano se secaba el agua de los nacederos y tocaba bajar al río a lavar la ropa. El agua del río era mucha”.

El río ha tenido un uso turístico que con el tiempo ha cambiado en esta región sur oriental. “La gente ahora no quiere fiesta, quieren ir a pescar, caminar por el páramo, ir a unas termales y hacer una cabalgata. Del paseo de olla, se pasó al paseo ecológico”, nos dice el actual dueño del Danubio, ubicado en el sector de la quebrada Piedras Gordas, escenario de paseo los domingos y de producción de lincha canadiense. Un lugar emblemático de Bogotá, “un paraíso perdido en Usme”, fundado hace 30 años, por don Belisario Vargas, quien proyectó en su finca papera y lechera, lagos y estanques para producción de trucha. Su hijo Yesid Darío, siguió la tradición y construyó el chalet, espacio acogedor para degustar una trucha arcoíris en familia. Don Yesid tuvo un fatídico accidente en un tractor que llevó a la familia a tomar la decisión de vender el restaurante. El lugar fue adquirido desde hace 3 años por don Jesús Vásquez, quien cuenta que cada ocho días llegan japoneses, alemanes y usmeños a pescar y consumir deliciosas truchas a 18 mil pesos, únicos pescados que resisten a estas aguas frías del páramo.

Llegar desde Bogotá al páramo de Bocagrande, donde se encuentran las veredas de Arrayanes y Curubital, toma cuatro horas por la vía que conduce a Sumapaz, a pocos kilómetros del embalse La Regadera. Por la margen izquierda de la carretera se toma el desvío en el punto conocido como San Benito, donde hoy queda la tienda Puerto Tolima. Si se parte desde Sumapaz, se toma la desviación que lleva al salón comunal El Tesoro, punto de encuentro del mercado ganadero de la región y entrada a las fincas de Arrayanes.

El río es el borde que une y separa a la gente de Curubital. Los separa, porque divide administrativamente el territorio en las dos veredas: Arrayanes y Curubital; los une, porque de allí sacan el agua para sus cultivos y alimentos, es además, espacio de diversión y fuente de vida para las futuras generaciones. Por ello, los campesinos de estas veredas, expresan su compromiso con el páramo, al declarar que desde hace tres décadas son guardianes del agua, pues han dejado de quemar y sembrar en este prodigioso ecosistema.

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